jueves, 16 de noviembre de 2017

El discreto encanto de las iglesias municipales.

Iglesia de sativasur.
Hasta hace poco pensaba que el centro de  los pueblos de Colombia que he visitado era una especie de copiar y pegar arquitectónico. Como si alguien les hubiera dicho ponga aquí una iglesia, al frente una placita, unos cuantos locales comerciales y un vendedor de helados o chucherías para que la gente se entretenga.

No podía estar más equivocada.

Uno sabe que llegó a un municipio y no está en las afueras cuando ve  una construcción imponente erigida en nombre de la fe que saluda y avisa a los visitantes desde el centro del lugar. La  iglesia, que suele ser el blanco de las fotos para Instagram, la parada para estirar las piernas, observar un rato y seguir el viaje.

Un pueblo clásico no tiene "sabor a pueblito" sin la iglesia. Miro las estatuas de santos pienso en las caras neutras o de sufrimiento. Me fijo en el cariño con que las han vestido, los trajes que pueden ir desde bordados hasta pedazos de tela colgados con pereza y repletos de polvo. Noto los tamaños de los viacrucis, los caminos al altar, pienso en el las medidas tentativas de las cúpulas, los arcos y la posible antigüedad de las cruces. A veces cuando nadie me ve, cierro un poquito los ojos para reconocer el eco pequeñito y fascinante de los murmullos y la respiración de alguna persona, como si tuvieran la posibilidad de escuchar al otro pero nadie se atreviera a hacerlo.

En algunos santuarios lo más interesante son los peregrinos o sus rastros. Mis últimos dos días se escaparon como espuma de mar, uno de ellos en el templo del señor de los milagros de Sativasur, un municipio pequeño con gente super amable del que no había escuchado  hasta hace poco. Solo estando en ese lugar entendí el discreto encanto de las iglesias municipales.

Me paré frente al Cristo que según me comentaron es el mismo desde hace más de 400 años  y observa a los fieles desde la parte más alta de unas escaleras curvas con vitrales sobre un pedestal adornado con flores de plástico y cartas de necesidad o agradecimiento.

Llena de curiosidad y sin tocarlas comencé a leer, una placa de mármol de una familia que venía desde Venezuela y agradecía los favores concedidos; un papel de agenda pequeña escrita en rojo en el que se notaba la dicha por tener buena la salud y la familia. Una mujer que escribió “te dejo a mis hijitos… ”  sentí un nudo en la garganta, pensé en mi mamá. Frente a mis ojos estaban  una serie de secretos y testigos de la vida y el corazón humano expuestos a plena luz. Que nadie a mi alrededor se interesaba por leer.

Entendí, la necesidad y la alegría de los habitantes de un pueblo al que no hay acceso fácil, al cura que nos ofreció almuerzo con huevo papa arroz, pollo y tomate porque no había restaurantes al rededor. Comprendí porqué hay gente en los pueblos que camina descalza y se arrodilla en la iglesia, la bendición lenta de los abuelos y a los niños corriendo en la plaza.

Supe que el discreto encanto de las iglesias municipales  no estaba  apenas centrado en la necesidad de un milagro, había algo más, sencillo, humano, que hace también parte de la ciencia, que ayuda a que se produzca todo el conocimiento del universo: la incertidumbre, la vida y la fe.