El dicho reza que quien tiene mala suerte en el juego tiene fortuna en el amor, mis intentos de ocio lo demuestran, no sé como se juega póker, ventiuna,
escalerita y esas cosas de mesa que salvaban los viajes familiares noventeros
de convertirse en los momentos más incómodos de la convivencia entre primos.
Por otra parte, debo decir que he sido una mujer afortunada en el amor, conozco gente bonita por dentro y por fuera (no me
refiero precisamente al hígado), he tenido pocos enamoramientos, un amor de
verdad y bastante cariño para dar, no me puedo quejar, sólo hay una cosa que
lamento: en esta época la mayoría de gente ya no escribe cartas y menos a
mano.
Las cartas de amor eran una apuesta dura y a veces
dolorosa, que una vez entregada
pertenecía totalmente al otro. No había
backups para recordar una a una nuestras palabras, no estaban los
emoticones, ni chequeos dobles o las excusas
de mensajes borrados.
El tiempo de entregarle la parrafada a mano al otro usualmente
era algo bello y personal, exigía contacto humano o la valentía suficiente para
poner el sobre o la hoja en la portería, la casa, el pupitre o el casillero de la
persona que la recibía y una seria dosis de suerte para que llegara otra carta de regreso.
El proceso de escritura exigía tiempo de reflexión y sinceridad para poner la mano en el papel y volcar el cerebro entero sobre una hoja en plan exorcismo sentimental. Teníamos
derecho a ser cursis, utilizar palabras largas, a garabatear, se trataba de manifestaciones puras, nada de filtros ni
autocensura para no ser “ boleta”.
Las cartas daban indicios del estado de la persona que
te escribía, la alegría en los colores
vivos y los muñequitos en los bordes. La dedicación en el título, el contenido
y los pliegues. Recuerdo particularmente que mis amigas doblaban las cartas en
forma de flecha, a veces también escribí y tuve cartas arrugadas con circulitos mínimos por rastros de lágrimas.
El papel de las
cartas tiene un encanto parecido al de los libros, daba pistas sobre la
intención, las de amigos solían ser en papel bond u hojas de cuaderno; las de papel pergamino casi siempre elegantes ya veces repujadas llegaban en eventos
especiales. Las de sobre solían venir de lejos y las notitas de salón, que eran
títpicas.
¿Qué pasó con las cartas?
No es difícil adivinarlo, nos volvimos rapidez pura, escribimos
todo el tiempo a través de medios digitales, necesitamos ahorrar papel y es más
rápido enviar un e mail o un emoticon con corazoncitos.
La desaparición de las cartas en la vida común me recuerda
lo rápido que la sociedad cambia y con ella nuestro corazón. Es apenas lógico que cambie la longitud de
lo que escribimos, el ritmo de vida y por supuesto nuestra predisposición a
contar lo que sentimos y dejarlo por escrito, pues una carta es un documento de constancia.
Ver una carta vieja, de alguna u otra manera
transporta y abre el alma de una de una forma diferente a releer un e-mail antiguo; encontrar una carta hace pensar que todavía podemos apostarle sin miedo al amor.
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